La confrontación entre Donald Trump y la Universidad de Harvard ha alcanzado un nuevo nivel de tensión.
Tras cancelar más de 2.000 millones en subvenciones, en respuesta al desafío del centro, al presidente ha amenazado con retirar hasta 9.000 millones de dólares en financiación federal a la universidad más prestigiosa del país.
Trump acusa Harvard de fomentar el antisemitismo y negarse a eliminar políticas de diversidad e inclusión, que forman parte de la “ideología woke” que domina los campus norteamericanos desde hace una década.
Este pulso no es solo una cuestión presupuestaria, sino el último episodio de un debate mucho más amplio sobre el rumbo ideológico, los límites de la libertad académica y el papel social de las universidades.
El enfrentamiento pone en primer plano temas como el sectarismo, la censura progresista y las acusaciones cruzadas de activismo proterrorista en los campus.
La administración Trump ha puesto sobre la mesa una serie de condiciones que Harvard debería cumplir para mantener el acceso a fondos federales:
- Prohibición del uso de máscaras en protestas, con suspensión como mínimo para quien incumpla.
- Expulsión o suspensión inmediata de estudiantes implicados en agresiones o sentadas ilegales tras los atentados del 7 de octubre en Israel.
- Protección formal para denunciantes (“whistleblowers”).
- Informes trimestrales sobre avances en estas reformas.
- Transparencia total sobre financiación extranjera.
- Cumplimiento con las solicitudes federales sobre datos migratorios.
Para la Casa Blanca, el problema central no es solo el antisemitismo, sino una supuesta cultura universitaria dominada por políticas identitarias, censura ideológica y exclusión del pensamiento conservador o proisraelí. Acusan a Harvard y otras “Ivy League” de haber normalizado un ambiente hostil hacia los estudiantes judíos y defensores del Estado hebreo, permitiendo —cuando no alentando— manifestaciones que rozan el activismo proterrorista.
La reacción de Harvard no se ha hecho esperar. El presidente Alan Garber ha reiterado que la universidad “no aceptará los términos del gobierno”, defendiendo su autonomía constitucional y su compromiso con “la excelencia académica y la búsqueda abierta de la verdad”. En un comunicado interno titulado The Promise of American Higher Education, Garber remarcó: «Harvard no puede permitir que ninguna universidad privada sea tomada por el gobierno federal».
¿Un ataque a la libertad académica o una reacción frente al sectarismo?
El choque entre Trump y Harvard polariza a la sociedad estadounidense. Para buena parte del espectro progresista, lo que está en juego es mucho más que financiación universitaria: ven en las amenazas del expresidente un intento burdo de coartar la libertad académica e imponer una agenda política desde Washington. Exmandatarios como Barack Obama han saludado la negativa de Harvard como “ejemplo para otras instituciones frente a intentos ilegítimos de silenciar la autonomía universitaria”.
Sin embargo, desde sectores republicanos y organizaciones judías críticas con los campus, se acusa a Harvard de practicar una doble vara: tolerar manifestaciones antisemitas o incluso pro-Hamás bajo el paraguas de la libertad de expresión, mientras se censuran o boicotean voces conservadoras o contrarias a la ortodoxia progresista. La controversia recuerda episodios recientes donde ponentes han sido vetados o acosados por defender posiciones impopulares sobre sexo biológico o discriminación positiva.
La ideología woke: ¿inclusión real o uniformidad dogmática?
El concepto “woke”, nacido originalmente para describir una conciencia social frente al racismo, se ha transformado en uno de los grandes ejes discursivos del conflicto cultural estadounidense. Para sus defensores, implica sensibilidad ante injusticias históricas y compromiso activo con minorías; para sus detractores, es sinónimo de censura ideológica, victimismo institucionalizado y sectarismo político.
Harvard defiende su política actual bajo principios como diversidad, equidad e inclusión (DEI), argumentando que son esenciales para “una comunidad académica vibrante y plural”. Instituciones como la Office of BGLTQ Student Life o el Women’s Center forman parte estructural del campus. Sin embargo, críticos internos y externos advierten que estos organismos han derivado hacia una especie de “burocracia identitaria” que margina cualquier disidencia respecto al discurso dominante.
El propio decano Rakesh Khurana subrayó recientemente: “La diversidad es un habilitador crítico del aprendizaje”, mientras otros portavoces recalcan que sus programas están abiertos a todos los estudiantes, aunque muchos consideran que se está construyendo una uniformidad doctrinal más que un verdadero pluralismo intelectual.
El contexto: protestas estudiantiles, presión filantrópica y nuevas alternativas
El detonante inmediato para esta escalada fue la oleada nacional de protestas estudiantiles tras los ataques terroristas contra Israel en octubre de 2023. Universidades como Columbia o Brown también han estado bajo escrutinio por su gestión ante manifestaciones pro-palestinas vistas por algunos como apologías directas del terrorismo.
El conflicto ha generado además una reacción filantrópica sin precedentes: grupos multimillonarios como Harlan Crow, Jeff Yass, Peter Thiel y John Arnold han financiado proyectos alternativos explícitamente “anti-woke”, como la Universidad de Austin, cuyo objetivo declarado es recuperar “el pluralismo intelectual” frente a lo que consideran una deriva dogmática en los campus tradicionales. Este experimento busca revivir los valores occidentales clásicos e incentivar debates abiertos incluso sobre temas políticamente incorrectos.
El dilema legal y social: ¿futuro incierto para Harvard?
Desde un punto legal, existe consenso entre juristas sobre el derecho federal a retirar fondos ante prácticas discriminatorias contrarias al Civil Rights Act; sin embargo, muchos expertos consideran improbable que los tribunales avalen exigencias tan amplias como las planteadas por Trump si afectan derechos constitucionales básicos como la autonomía universitaria o la libertad académica. La batalla parece destinada a librarse tanto en los tribunales como en la opinión pública.
Las consecuencias pueden ser profundas:
- Una retirada masiva de financiación pondría en riesgo investigaciones científicas clave y podría afectar negativamente al prestigio internacional tanto de Harvard como del sistema universitario estadounidense.
- Al mismo tiempo, podría abrir paso a reformas internas profundas si aumenta el apoyo social a demandas contra el sectarismo ideológico.
- El caso servirá como precedente para otras universidades enfrentadas al mismo dilema.
Perspectivas cruzadas dentro del campus
En entrevistas recientes recogidas por medios estadounidenses, profesores veteranos reconocen un clima cada vez más polarizado dentro de las universidades. Se multiplican las denuncias anónimas por acoso ideológico tanto desde posiciones progresistas como conservadoras. Existen también estudiantes —de ambos espectros— preocupados por lo que ven como un retroceso real en las conquistas históricas sobre libertad académica y derecho al activismo universitario.
Como recordaba recientemente Michael Walzer, pensador liberal estadounidense: “Las universidades han sido tradicionalmente hogar tanto del progreso social como del debate abierto; sin embargo, hoy existe un riesgo real de corporativización burocrática y pérdida del pluralismo intelectual”.
Un pulso clave para el futuro universitario
El pulso entre Trump y Harvard trasciende lo coyuntural. Es un síntoma claro del proceso global —pero especialmente acentuado en Estados Unidos— por redefinir qué significa universidad pública o privada en pleno siglo XXI. El desenlace marcará probablemente nuevas fronteras entre autonomía institucional, libertad académica e influencia política directa.
Mientras tanto, miles de estudiantes —y toda una generación— observan atentos cómo se redefine el escenario educativo donde se formarán los futuros líderes sociales, científicos e intelectuales.