La historia de la Iglesia Católica está repleta de episodios controvertidos, pero pocos tan macabros como el conocido «Sínodo del Cadáver» o «Concilio Cadavérico«, un suceso que conmocionó a la cristiandad en el siglo IX.
En enero del año 897, el Papa Esteban VI ordenó desenterrar el cuerpo de su predecesor, el Papa Formoso I, para someterlo a un juicio póstumo que pasaría a la historia como uno de los momentos más sombríos del papado.
Para entender este insólito episodio, es necesario situarnos en el llamado saeculum obscurum o «siglo oscuro» del papado. Entre finales del siglo IX y principios del XI, la Santa Sede vivió un periodo turbulento marcado por la sucesión de más de 40 papas y antipapas, el nepotismo, asesinatos de pontífices y luchas de poder entre familias romanas e intereses imperiales.
Tras la muerte de Carlomagno, el Sacro Imperio Romano Germánico se fragmentó, desencadenando conflictos por el poder terrenal.
En este contexto, Formoso I llegó al papado en el año 891, apoyado por la rama germánica que lideraba el rey Arnulfo de Carintia. Esta alianza le granjeó la enemistad de los duques de Spoleto, encabezados por Guido II.
La decisión de Formoso de entregar la corona imperial a Arnulfo de Carintia, y no a Lamberto, hijo de Spoleto, desató la ira de esta poderosa familia italiana. Cuando Formoso murió por causas naturales en abril de 896, a los 80 años, se abrió la puerta a una venganza sin precedentes.
El macabro juicio
Tras la breve sucesión de Bonifacio VI, que solo duró quince días como Papa, Esteban VI ascendió al trono pontificio con el respaldo de los Spoleto. Su primera acción fue ordenar la exhumación del cadáver de Formoso, nueve meses después de su entierro.
El cuerpo en avanzado estado de descomposición fue llevado a la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, donde fue vestido con los ornamentos papales y sentado en un trono para enfrentarse a un tribunal eclesiástico. Para mantenerlo erguido, el cadáver tuvo que ser atado a la silla.
Un diácono fue forzado a permanecer junto al cuerpo para prestar su voz al acusado, en lo que fue descrito como un «esperpéntico número de ventriloquia».
El Concilio romano de 898 relata que «un hedor terrible emanaba de los restos cadavéricos. A pesar de todo ello, se le llevó ante el Tribunal, revestido de sus ornamentos sagrados, con la mitra papal sobre la cabeza casi esqueletizada donde en las vacías cuencas pululaban los gusanos destructores».
Las acusaciones contra Formoso incluían perjurio, ambición desmedida y haber accedido al papado ilegalmente al haber sido previamente obispo de Porto. El veredicto era inevitable: Formoso fue declarado culpable y su papado fue retroactivamente anulado.
La sentencia y sus consecuencias
La condena fue brutal. Los tres dedos de bendición de la mano derecha de Formoso fueron amputados; su cadáver fue despojado violentamente de las vestiduras papales, vestido con harapos y arrojado ignominiosamente al río Tíber. Así se cumplía una macabra forma de damnatio memoriae, la antigua condena romana que buscaba borrar la existencia de un enemigo, incluso de la memoria.
Sin embargo, la venganza no trajo paz. Durante el juicio, según cuentan las crónicas, un terremoto sacudió Roma, lo que fue interpretado como un castigo divino por los seguidores de Formoso. El horror que provocó aquel juicio macabro incendió los ánimos en la ciudad eterna.
Cuando el cuerpo de Formoso fue hallado en la orilla del río, comenzaron a circular rumores de que obraba milagros, lo que intensificó el rechazo popular hacia Esteban VI. La indignación fue tal que el pueblo se rebeló contra el pontífice. Esteban VI fue apresado y encerrado en una celda húmeda. En agosto de 897, apenas siete meses después del siniestro juicio, fue estrangulado por sus propios carceleros.
La rehabilitación de Formoso
Los sucesores de Esteban VI intentaron reparar el daño causado. El Papa Teodoro II, en el año 898, declaró nulo el sínodo, rehabilitó la memoria de Formoso y ordenó que su cuerpo fuera enterrado nuevamente en la Basílica de San Pedro con todos los honores.
El Papa Juan IX convocó dos concilios, uno en Rávena y otro en Roma, en los que se promulgó que toda acusación en tribunales sobre una persona muerta estaba prohibida. Esta normativa, nacida de uno de los episodios más oscuros de la historia del papado, sigue vigente en el derecho canónico actual.
Sin embargo, la controversia no terminó ahí. El Papa Sergio III, al acceder al trono en el 904, anuló los concilios convocados por Juan IX y Teodoro II, y según algunas fuentes, inició un segundo juicio contra Formoso, hallándolo nuevamente culpable. Aunque las fuentes son confusas al respecto, y algunos historiadores dudan de que este segundo juicio realmente ocurriera.
Un legado de infamia
El Sínodo del Cadáver ha trascendido como uno de los episodios más insólitos y oscuros de la historia del papado. Muestra hasta qué punto la política medieval podía deformar las instituciones religiosas, convirtiendo la sede de San Pedro en un escenario de venganza y juegos de poder.
Este macabro episodio dejó una huella tan profunda en la historia de la Iglesia que, siglos después, en 1464, cuando el cardenal Pietro Barbo fue elegido papa, tuvo que ser disuadido de llevar el nombre de Formoso II, optando finalmente por el de Paulo II.
El juicio póstumo al Papa Formoso sigue siendo un símbolo de cómo la ambición política puede llegar a extremos macabros, incluso dentro de las más altas esferas del cristianismo. Un recordatorio de que incluso la muerte no siempre garantiza el descanso cuando las pasiones humanas, el odio y la sed de venganza se imponen sobre la piedad y el respeto.