No todas las diócesis cuentan todavía con Casas Sacerdotales en las que refugiarse con dignidad, y las dificultades propias de los años y de las enfermedades son muchas
(Antonio Aradillas).- La de la jubilación es asignatura pendiente en todas las carreras, cargos u oficios. Apenas si se estudia y afronta desde perspectivas y valoraciones económicas, con «suspensos», «aprobados» y, en raras ocasiones, «cum laude». Dejándonos de romanticismos celestiales, la sacerdotal es, y se practica también, como una carrera, no exenta, por tanto, de cuantos interrogantes se hallan implícitos en el título y en la intención de esta reflexión, con los más fervientes deseos de contribuir de alguna manera a su mejor planteamiento.
Comenzando por el principio, de la jubilación –«emeritoriedad»– de los Papas ya tenemos un ejemplo. Hasta el presente, este es el primero, pero de aquí en adelante a todos los llegará su hora y se jubilarán, o los jubilarán, sin más. ¡Por amor de Dios, que no se queden a pasar los últimos años de sus preciosas vidas en los recintos vaticanos y decidan hacerlo en monasterios, o en las casas sacerdotales de los respectivos países de procedencia!
La asignatura de la jubilación en relación con los cardenales, arzobispos y obispos, es tal vez la más difícil de aprobar y de asumir con todas sus consecuencias. Algunos ejemplos que se hacen noticia rebasan con creces los límites de la prudencia y de la pastoral y son ciertamente escandalosos. Exigir como residencia para su jubilación mansiones, «serviciarios», «comodidades» y boatos idénticos, y aún superiores, a los que contaban siendo titulares de sus sedes, abochorna y deprime.
Casos como estos no se registran en cargos y carreras civiles y políticas. Me limito en esta ocasión a citar a Madrid y a Badajoz como puntos de referencia palaciega, necesitados de urgente e inaplazable revisión a la luz de la fe, y con sentimientos mínimamente cristianos. Los detalles de uno y otro caso -monseñor Rouco Varela y monseñor García Aracil-, están descritos y se conservan en las hemerotecas y son fácilmente constatables.
En el desierto vocacional que padecen hoy las diócesis españolas, ser y ejercer de sacerdotes jubilados resulta empeño enojoso. Estos -los sacerdotes jubilados- son requeridos para suplir a los pocos sacerdotes hoy en activo, siendo reclamada su colaboración hasta límites insospechados. Misas, confesiones y atenciones pastorales de diverso género, son -siguen siendo- tarea casi habitual diariamente, y aún más en los días festivos o extraordinarios.
No todas las diócesis cuentan todavía con Casas Sacerdotales en las que refugiarse con dignidad, y las dificultades propias de los años y de las enfermedades son muchas. El sentido de la comunión entre los mismos miembros del clero y de su jerarquía difiere con frecuencia del que alimenta, sostiene y mantiene a la familia. No pocos de estos sacerdotes carecen ya de familia, aunque la tuvieron en los tiempos en los que favorecieron y facilitaron la educación y las carreras u oficios a sus respectivos sobrinos y sobrinas.
Aún en las mejores condiciones de vida, por carecer de enfermedades y poder defenderse de alguna manera en los pueblos de su procedencia, a los sacerdotes jubilados les resulta difícil convivir con sus paisanos. Ni saben jugar al «mus», ni «entienden» de fútbol, ni de dimes y diretes, ni de los problemas de la ganadería o de la agricultura, ni les es cómodo y atractivo hablar de los nietos y de los buenos puestos o carreras que ocupan en Madrid, en Barcelona o «allende los mares»…
«Abuelear» es un verbo indeclinable en ámbitos clericales «in aeternum et ultra», lo que les limita, o les priva, a los sacerdotes jubilados de su conjugación y empleo, por lo tanto, obligados a reducir los temas de conversación y de pasatiempo. En los pueblos, y entre sus propios vecinos, el sacerdote jubilado es un extraño. Es forastero. Ni entiende ni es entendido por el personal. Habla distintos idiomas y raramente deja de «predicar», porque tal fue su oficio y su beneficio, además de que el anticlericalismo hoy emergente se abre camino, sobre todo entre los jóvenes, con fuerza y avasallamiento, y sin excesivos miramientos por el «qué dirán» y respeto a las formas…
Los sacerdotes jubilados que, por las razones que sean, eligieron los pueblos para pasar los últimos años de sus vidas entre sus familiares, paisanos y amigos de la niñez, se hallan ciertamente incómodos, profundamente aburridos y dejados -alejados- de sus antiguos feligreses y de sus propios obispos.
¿Se juzgaría irreligioso, anti-humano y anti-cristiano, que a estos sacerdotes se les permitiera canónicamente, a los 75 años cumplidos, constituir una vida familiar en calidad de casados? ¿Cuál es la historia verdadera de las «ausiliari» del clero, singular hermandad italiana -mayoritariamente sarda-, en la que ingresaban «mujeres libres que rebasaban ya la edad cuarentona» recomendada por el Concilio de Trento?
Seguir viviendo en nobles palacios episcopales, con conciencia de que los sacerdotes más pobres y achacosos de sus diócesis, -a consecuencia de sus años y enfermedades,- lo hacen en «asilos de los ancianos desamparados», y tantos otros «feligreses» no disponen de residencias convenientemente acondicionadas, no parece ser ejemplarmente evangélico.