La Piedra de los Doce Ángulos es más que un bloque de diorita verde encajado en un muro del centro histórico de Cusco. Es un testimonio de la maestría incaica, una muestra de ingeniería y un símbolo de la resistencia cultural que ha sobrevivido siglos de cambios, colonización y modernización. Por ello, resulta indignante que un acto vandálico haya puesto en peligro su integridad, causando daños que, según las autoridades, son «irreversibles».
El ataque perpetrado por un hombre en aparente estado de ebriedad no es un hecho aislado, sino el reflejo de una problemática mayor: la fragilidad con la que protegemos nuestro legado. La seguridad del patrimonio histórico debe ser una prioridad nacional, no un tema secundario que solo salta a los titulares cuando ocurre una tragedia.
¿Dónde estaban las medidas de protección? ¿Cómo es posible que alguien pueda atacar un bien cultural de tal relevancia con un martillo sin ser detenido en el acto?
Este ataque no solo es un agravio material, sino también simbólico. En tiempos en los que el patrimonio debería unirnos y recordarnos la grandeza de nuestros antepasados, nos encontramos con un acto de destrucción gratuita. La indiferencia hacia nuestra propia historia es el verdadero peligro, porque abre la puerta a que otros monumentos, vestigios y legados culturales corran la misma suerte.
La detención del agresor y su posible condena no bastan. Es necesario replantearnos la manera en que valoramos y protegemos nuestro patrimonio. La piedra atacada formaba parte del antiguo palacio del Inca Roca, y su existencia es una ventana a una civilización que deslumbró al mundo con su ingeniería sin precedentes. No podemos permitir que la ignorancia, el descuido o la falta de medidas de protección nos priven de estos tesoros irremplazables.
La piedra ha resistido siglos, pero, ¿podrá resistir el descuido y la indiferencia de sus propios herederos?