El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

No había caramelo envenenado

NO HABÍA CARAMELO ENVENENADO

Hoy, no sabría decir, a ciencia cierta, el porqué, he rememorado, a bote pronto, dos de los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza, antes de que este marchara al gobierno de la ínsula Barataria, en el capítulo XLIII de la segunda parte de la inmortal obra cervantina:

“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.

“Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto, ni cumple palabra”.

Bueno, pues, qué cosa más rara me acaba de acontecer, porque ahora, recién escritos, diría que sí sé la razón por la que he recordado los susodichos consejos. Intentaré explicarme a continuación. Que lo consiga o no, eso ya será harina de otro costal.

Esta misma tarde, durante mi breve rato de siesta, que no suele superar nunca los quince minutos, mientras me hallaba descansando plácidamente, durmiendo a pierna suelta, en los mullidos brazos de Hipnos o Morfeo, he soñado que estaba en clase de lengua, que nos impartía, a la sazón, Jesús Arteaga Romero, en el primer curso que estudié en el seminario menor navarretano, el Sexto de la extinta Educación General Básica, EGB.

Jesús nos ha leído unas líneas de nuestro libro de texto, en concreto, una anécdota perteneciente a “El Lazarillo de Tormes”, primera muestra y modelo propiamente dicho de la novela picaresca española, anónimo (aunque cada vez haya más partidarios, entre los entendidos y estudiosos de misma, ellas, ellos y no binarios, de la autoría probable de Juan de Valdés), cuya lección que cabía extraer, deduje luego, estaba emparentada o tenía que ver con el consejo que él se disponía a darnos, gratis et amore. Nos ha recomendado, encarecidamente, que los domingos, cuando subamos al pueblo de Navarrete, vayamos en grupos, no solos, y no nos dejemos engatusar por ninguna persona ni nos subamos, por ninguna razón, a ningún coche.

Jesús acababa de hacernos la recomendación de marras, cuando ha entrado en el aula su amigo y colega azquetano, amén de religioso de la misma Orden de San Camilo de Lelis, Pedro María Piérola García, a quien conocíamos con el apelativo de “el Golosinas”, por lo que siempre llevaba encima, en algún bolsillo, para repartirla entre nosotros, una bolsa de chuches, que nos ha relatado un cuento (he llegado a barruntar que la visita y la actuación estaban preparadas de antemano, esto es, que estaban conchabados los dos sacerdotes navarros —de Ázqueta, cerca de Estella—, pero como no podía demostrar o probar dicha cuestión, me he limitado a cerrar el pico y a escuchar, sin aventurar o intervenir en lo concerniente a mi sospecha, pero no he callado dicha intuición en el recreo, pues se la he referido a varios de mis compañeros, con los que tenía un trato más cercano y fluido). El cuento de Piérola, con alguna palabra de más o de menos, ha sido este:

En una clase de veinte alumnos de vuestra misma o parecida edad (nosotros éramos, qué coincidencia, dos decenas en el aula), inesperadamente, hizo acto de presencia un inspector de Educación y, para comprobar el nivel que había en ella, les repartió veinte caramelos, uno por barba, bueno, en puridad, por imberbe, con la doble y clara advertencia de que ninguno procediera a quitarle el plástico y el papel que los recubría ni mucho menos que se lo metiera en la boca, porque debía decirles algo muy importante antes. Les adujo que de los veinte caramelos uno estaba envenenado y, seguramente, produciría la muerte instantánea de quien lo chupara levemente, pero que el resto eran, amén de deliciosos, inofensivos, inocuos. Les pidió que levantaran la mano quienes tenían la intención de llevárselo a la boca. Evidentemente, ninguno la alzó, porque el que obraba en la mano de cada quien podía ser el envenenado.

Tras darles la enhorabuena a todos, por ser tan inteligentes, les dijo la verdad, que podían llevárselos sin temor a la boca, porque ninguno era tóxico.

Nota bene

Me apuesto, doble contra sencillo, café o caña, a que, si mi piadoso progenitor Eusebio hubiera escuchado el cuento narrado por Pedro María, hubiera apostillado esta sentencia que solía venirle, en casos semejantes, a la boca: Quien evita la ocasión elude el peligro. Y otro tanto hubiera hecho fray Ejemplo (suma de las habilidades, dones y virtudes de Arteaga y Piérola), si hubiera sido aficionado a apostar, que no lo fue, ni lo es, y, me temo, nunca lo será.

   Ángel Sáez García

   angelsaez.otramotro@gmail.com

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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