Un oscuro conserje del Kremlin encontró el fin de semana, balanceándose al extremo de una soga, el cuerpo inerte del mariscal Serguéi Fiódorovich Ajroméyev.
Jefe del Estado Mayor soviético entre 1984 y 1988, Ajroméyev había participado en el intento de golpe de Estado que a punto estuvo de llevar a Rusia a la guerra civil.
Hombre clave en la negociación de las reducción del número de armas nucleares durante la perestroika, fue uno de los reformistas soviéticos que se vió superado por los acontecimientos: perdió toda esperanza en el futuro.
El cadáver del asesor militar de Gorbachov tenía una breve nota adherida a uno de los zapatos:
«Todo lo que amé y por lo que luché desde mi juventud se desploma.»
Pocas horas antes, Mijail Serguevitch Gorbachov, secretario general del PCUS desde el 11 de agosto de 1985, había renunciado a su cargo.

Gorbachov, el ‘Hombre de La Mancha’ y del Año, para Time.
El aparatchik que había retornado de Crimea jurando luchar hasta el final de sus días por el PCUS, recomendaba incluso la disolución del Partido Comunista.
Yeltsin lo había humillado en público. Ante las cámaras de televisión, en el Parlamento, le había extendido una hoja de papel y conminado a leerla.
El presidente soviético percibió instantáneamente la naturaleza emponzoñada de la oferta. El papel mecanografiado contenía la lista de traidores implicados en el golpe.

Yeltsin conmina a Gorbachov.
Estaban casi todos los miembros del Gobierno, amigos íntimos, viejos camaradas comunistas y estrechos colaboradores. Intentó resistirse.
Yeltsin, rudo, brutal e implacable como siempre, insistió sin rodeos, ordenándole amenazador con el dedo índice:
«¡Oye! ¡Lee la lista de una puñetera vez!»
El traicionado Gorbachov vaciló, pero al final se plegó tembloroso y esa noche, vencido y vapuleado, tiró la toalla como máximo líder comunista del planeta.

Stalin, Lenin y Trotsky.
El mausoleo de Lenin había estado cerrado toda la semana, pero el domingo, pocas horas después de que Gorbachov renunciara a la secretaria general, lo abrieron al público
«Yo he venido porque se rumorea que van a derrIbar el monumento y quería verlo por dentro antes de que desaparezca».
Eso, contestaba ruborizándose como una colegiala el cabo Alexander Karasev, uno de los militares que esperaba pacientemente turno en la cola.
Karasev, un muchacho larguirucho, con las orejas muy separadas y la cara salpicada de acné, explicó que el 19 de agosto, cuando comenzó la intentona golpista, su unidad estuvo desplegada en los accesos a la Plaza Roja
«No sabíamos bien lo que ocurría. Nos ordenaron venir aquí con los tanques, a proteger el Kremlin y obedecemos. En Rusia llevamos doscientos años obedeciendo sin rechistar».

Alfonso Rojo ante el Mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja de Moscú.
El domingo 25 de agosto de 1991 no había carros blindados alrededor de la Plaza Roja no hubiera un gran despliegue policial.
Lo anormal era un pequeño y bullanguero grupo de estudiantes apostado sobre los escalones del patíbulo de piedra blanca, donde en tiempos de los zares se ejecutaba a los condenados a muerte
Enarbolando una bandera rusa, una guitarra y una sucia pancarta de cartón, donde decía «de las barricadas al Kremlin”, los jóvenes instaban a los atónitos paseantes a lanzarse al asalto del monumento de mármol rojo bajo el que reposa la momia de Lenin y sobre el que Stalin, Kruchov, Breznev, Andropov, Chernenko y el propio Gorbachov presidían cada 7 de noviembre el gran desfile militar
«Son los chicos que estuvieron tres días defendiendo el Parlamento ruso y están crecidos. Han sido muy Importantes, pero no tienen razón ahora que las cosas han vuelto a serenarse».

Civiles contra tanques en Moscú, en 1991.
Eso comentaba apesadumbrado Igor Boroski, un ingeniero que paseaba por la plaza con su familia.
«Con la democracia va a haber espacio para todos los partidos, incluido el comunista, y ellos deben entenderlo.»
Volodia Mijalev, uno de los musculosos agentes apostados en las esquinas de la tribuna, se manifestaba absolutamente seguro de que nadie y mucho menos los «peludos hippies» del patíbulo, se atrevería a atacar el monumento.
«En el pasado ha habido intentos. Hay casos de locos y activistas políticos que trataron de echar pintura o golpear la urna, pero nunca han podido.»

El Ejército Rojo desfilando en la Plaza Roja de Moscú.
El marcial Volodia, sin soltar el walkie-talkie de la mano, daba unos pasos, oteaba la plaza, comprobaba que sus compañeros de armas estaban ya achuchando a los de la pancarta y crispaba las mandíbulas.
«Es una estupidez, un acto de vandalismo, destruir monumentos. Nadie hizo nada, ni siquiera los del KGB que estaban enfrente, cuando la multitud echó abajo la estatua de Dzerzhinski, pero aquí tenemos instrucciones muy claras. No habrá atentados contra el mausoleo.»
La cola de los que esperaban para poder ver el cadáver embalsamado de Lenin serpenteaba sobre los adoquines de la Plaza Roja, hasta las vallas metálicas donde empieza la Plaza Manege, la enorme explanada donde se celebró el sábado el mitin-funeral por los tres jóvenes muertos en la defensa del Parlamento ruso.
En otros tiempos, cuando nadie podía siquiera imaginar que uno de los sucesores de Lenin llegaría a recomendar la disolución del PCUS, desfilaban ante la momia una media de 20.000 personas diarias.

La momia de Lenin.
El domingo era difícil calcular el número de visitantes, porque cruzaban como una centella, pero eran bastantes decenas de miles. Había de todo, desde veteranos comunistas como Evgueni Galin, un mecánico de la planta de autobuses de Nizhni-Novgorod, hasta los diez rubios y espigados componentes del Kamaz, el equipo de voleibol de la república de Tatarstan.
«Creo que en Nueva York la gente que visita la ciudad se sube a un rascacielos que se llama Empire State. Aquí en Moscú, lo habitual es venir hasta el Kremlin y echar un vistazo a Lenin», decía Vladimir Butko, un ucraniano coloradote y pesado como un oso que paseaba agarrado a la mano de su hijo pequeño.
«No se trata de rendir homenaje a Lenin o al comunismo. Fíjese que la gente aprovecha para hacerse fotos. Hay hasta recién casados.»

Tanques del Ejército Rojo ante el Kremlin, en la Plaza Roja de Moscú.
Serguei Yaskevic, un oceanógrafo que alternaba aquellos días los estudios de comercio internacional con la profesión de taxista pirata, reconoció allí mismo ser uno los 16 millones de soviéticos con carnet del Partido Comunista.
«Durante décadas ha sido imposible acceder a muchos puestos y estudiar en los sitios importantes sin el carnet del PCUS. La elite soviética, Gorbachov, Shevardnadze, el propio Yeltsin, su equipo, todos los presidentes de repúblicas, el alcalde Popov, la viuda de Sajarov y los más brillantes profesionales de la URSS tienen o han tenido hasta hace muy poco carnet del partido».
Eso explicaba prolijo el joven oceanógrafo.
«Algunos lo van a pasar muy mal. Otros, los listos de siempre, se las arreglarán para seguir viviendo del cuento, conseguir un puesto en el entorno de Yeltsin, tener dacha y continuar mandando. Los oportunistas siempre sobreviven.»