El siglo XX, sobre todo en su primera mitad, estuvo salpicado de numerosos conflictos bélicos que hicieron de él uno de los periodos más sangrientos de la historia de la humanidad: la Primera Guerra Mundial, el Genocidio Armenio, la represión de Stalin, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, entre otros. Probablemente estemos hablando de la pérdida de vidas de varios cientos de millones de seres humanos.
Los horrores de la guerra, las matanzas de seres humanos por motivos religiosos o políticos que tuvieron lugar en aquellos años, propiciaron que los países tratasen de establecer un sistema de relaciones que fuera eficaz y evitara la repetición de tales tragedias. La comunidad internacional realizó un esfuerzo significativo y tras una serie de conferencias y reuniones, finalmente el proceso culminó en la Conferencia de San Francisco con la fundación de la ONU el 26 de junio de 1945.
En este contexto, durante la primera mitad del siglo XX, la Iglesia Católica desarrolló una actividad muy importante, en cuanto a la asistencia humanitaria en tiempos de guerra y en las labores reconstrucción; pero de manera muy especial, en el aspecto espiritual: la Iglesia fue un punto de apoyo para muchas personas —creyentes o no— que, tras la guerra, trataban de volver a dar sentido a sus vidas. También con sus enseñanzas y con sus catequesis, apelaba a las naciones a trabajar por la paz y la concordia. Con todo ello amplió y fortaleció su presencia y su influencia en la sociedad y su voz era escuchada por muchos.
Hagamos un brevísimo repaso de sus aportaciones.
Recordemos que ya en el siglo anterior, el papa León XIII, en su encíclica Rerum novarum, que fue publicada en 1891, denunció las injusticias que se estaban dando como consecuencia de la “primera industrialización”. Dio el primer paso de lo que más tarde se conocería como la Doctrina social de la Iglesia. La encíclica Rerum novarum reivindica la dignidad del ser humano, el derecho inalienable a la libertad, el valor de la familia a la propiedad privada, la defensa de los más débiles e incluso habla del derecho de las familias a ser socorridas cuando se encuentren en dificultad. Nos recuerda también que el ser humano y la familia son anteriores al Estado.
Ya entrados en el siglo XX, el papa Benedicto XV, el papa de la Primera Guerra Mundial trabajó incansablemente por la paz, publicó la encíclica Pax Dei y coordinó la ayuda a las víctimas de la guerra sin distinción de nacionalidad
Pio XI, rememorando la encíclica Rerum novarum, adapta sus enseñanza a los tiempos que le está tocando vivir, defiende la justicia social, aboga por una economía justa y profundiza en el concepto de subsidiaridad.
La Segunda Guerra Mundial es vivida plenamente por el papa Pio XII que apela a la paz en su encíclica Summi Pontificatus en la que condena las ideologías totalitarias, defiende la dignidad de las personas y llama a la cooperación entre las naciones, subrayando la importancia de la ley moral y los derechos humanos. En su Discurso de Navidad (1942), Pío XII delineó su visión de un orden social basado en la justicia, el respeto mutuo y la cooperación internacional. Abogó por un nuevo orden internacional basado en la moralidad y la justicia social.
Esto es una pequeñísima pincelada de lo que fue el trabajo de los papas, que no dejaron en ningún momento de apelar e insistir a los hombres y a los gobernantes para que pararan las guerras y buscaran la paz, una paz que debía basarse en el respeto de la dignidad de las personas y sus derechos inalienables —a la vida, a la protección de la familia, a la propiedad privada, a la libertad de educación, de pensamiento, de religión, etc.— en la justicia social y, por supuesto en el amor entre las persona que condujera a una verdadera fraternidad universal
La influencia espiritual de la Iglesia, hizo que sus enseñanzas fueran tenidas en cuenta en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la ONU y firmada en París el 10 de diciembre de 1948
Así, en el preámbulo se dice: “La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”
Sus treinta artículos están basados en ese respeto que la dignidad de la persona exige. Así, a título de ejemplo: en el artículo 3 se habla del derecho a la vida y a la libertad; en el artículo 16.3 se dice “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. En el artículo 17 se declara el derecho a la propiedad privada. Los artículos 18 y 19 se refieren a la libertad de pensamiento de conciencia y de religión y a la libertad de expresión. Artículo 26, en su punto 1: “Toda persona tiene derecho a la educación”, en su punto 3: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.
Hacemos referencia a estos artículos porque son algunos de los que hoy han dejado de respetarse de un modo flagrante e incluso, en algún caso, se han sustituido por otros derechos contrarios a la propia dignidad del hombre
Finalmente, en el artículo 30, se cierra la declaración con esta frase: “Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”.
Hemos de reconocer que los políticos que trabajaron por este proyecto tuvieron muy en cuenta al hombre y su dignidad y se preocuparon por el bien común: fueron hombres con altura de mira política.
En 1963, poco antes de morir, el papa San Juan XXIII publicó la encíclica Pacem in terris en la que comparte muchos de los puntos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con lo cual, Iglesia los acepta y los incorpora a su doctrina, con los matices propios de su magisterio.
Años más tarde, comenzó su andadura lo que hoy conocemos como Unión Europea. Es interesante también hacer un breve análisis de sus orígenes y confrontarlos con lo que está ocurriendo en la actualidad
El 23 de julio de 1951 se firmó el Tratado de París que dio lugar a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Su objetivo era unificar la producción de carbón y acero. Lo firmaron, como países fundadores Alemania Occidental, Francia, Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo.
Las personas consideradas “padres fundadores” de la CECA fueron:
Robert Schuman. Ministro de Asuntos Exteriores de Francia, fue el que propuso la creación de esta comunidad del carbón y del acero. Católico activo, en proceso de beatificación por el Papa Francisco
Konrad Adenauer. Primer canciller de la República Federal Alemana. Apoyó firmemente la integración de Europa como medio para asegurar la paz. Católico devoto y comprometido
Alcide De Gasperi. Primer ministro de Italia. Uno de los arquitectos de los Tratados de Roma. Católico, Siervo de Dios, en proceso de beatificación
Paul-Henri Spaak. Político y estadista belga. Desempeñó un papel importante en la configuración de las instituciones europeas
Joseph Bech. Ministro de Asuntos Exteriores de Luxemburgo. Participó activamente en las negociaciones que condujeron a la creación de la CECA. Católico
Como podemos observar, la mayor parte de ellos eran católicos activos y comprometidos. A pesar de que el objetivo de la CECA era comercial y económico, cabe pensar que, con tales fundadores, los principios y valores cristianos estarían presentes en sus deliberaciones y tenidos en cuenta en sus decisiones. Prueba de ello la tenemos en la propia bandera que hoy continúa representando a la Unión Europea.
La bandera fue diseñada por el artista Arsène Heitz en el año 1955 con la colaboración inestimable de Paul Lévy, jefe de prensa del Consejo de Europa en ese momento, que jugó un papel clave en la adopción del diseño.
Heitz dijo: “Inspirado por Dios, tuve la idea de hacer una bandera azul sobre la que destacaban las doce estrellas de la Inmaculada Concepción de Rue du Bac; de modo que la bandera europea es la bandera de la madre de Jesús que apareció en el cielo coronada de doce estrellas”.
Inmaculada Concepción de la Rue du Bac- París
Bandera de la Unión Europea
Hoy se dice que las doce estrellas simbolizan los ideales de unidad, solidaridad y armonía entre los pueblos de Europa. Esta falsa interpretación del sentido de la bandera de la Unión Europea es una muestra del desarraigo de nuestros políticos y del poco respeto a la historia. Europa se ha olvidado de sus raíces y de los valores cristianos que la inspiraron.
También la ONU ha renunciado a los ideales que estuvieron presentes en sus comienzos: la dignidad del ser humano, la justicia social, la familia, la fraternidad universal basada en el amor.
Occidente ha renunciado a sus raíces, ha renegado de su historia. Una sociedad que no se alimenta de sus raíces, es una sociedad muestra, a igual que lo es un árbol.
Javier Espinosa Martínez
Colaborador de Enraizados