Rafael Blasco García: «Breves reflexiones»

Amé y fui amado: basta para mi tumba. (Alphonse de Lamartine)

Rafael Blasco García: "Breves reflexiones"

Llega noviembre, con sus flores otoñales, removiendo los recuerdos y añoranzas que dejaron en nosotros los seres amados que abandonaron la vida. Volvemos a los cementerios, sintiendo los diversos grados de orfandad que se desgranan con la pérdida de un ser querido. La vida es, con frecuencia, una mezcla de sombra y aurora en la que cuerpo y espíritu se lamentan de envejecer por separado. Cada ser vivo es un cauce por el que fluye la vida, cauce que desaparece al llegar la muerte como definición final de nuestra existencia. Enmascaramos nuestra finitud de mil maneras desesperadas en las que el eco de nuestras preguntas no logra encontrar respuesta, y, nuestro corazón, como un rojo jilguero, anda picoteando el alpiste de los años con el temor de perderlo.

La muerte –única certeza del ser humano– se aproxima hasta nuestra orilla invadiéndonos con su silenciosa marea y su sueño sin sueños. El tiempo nos va desnudando de superficialidades acercándonos a su apeadero, con el alma en suspense entre la luz y la sombra, mientras la brújula del mundo nos marca nuestro destino. A veces la vida nos deja un cadáver flotando en el alma, y vemos la existencia, como en un tango, descangallada e ingrata, con un futuro en tiempo muerto, un silencio doloroso y un lecho de solitario insomnio cuya almohada semeja ser una piedra gótica. Vida y muerte están en nuestra existencia. El hecho de que la muerte esté al final del camino es la causa propulsora por la el que el ser humano se vuelve creativo, llevándole a disfrutar y amar cada instante de su vida. Toda la fuerza poética y toda la apreciación de la belleza de nuestras vivencias tienen como único punto de partida el conocimiento de ser mortales.

El misterio y el miedo a la muerte son dos factores necesarios para poder vivir la vida con sus inefables y sorprendentes emociones. Nuestra condición diacrónica nos muestra cómo cada fase de la evolución del ser humano aporta su valiosa herencia. La estancia en el mundo, con el normal transcurrir de los años, va diluyéndose en un proceso en el que dejamos la existencia por etapas. Nos despedimos de la niñez, de esa edad blanca de ilusiones incesantes, de rodillas malheridas en la epopeya del recreo, del eterno quedarse mirando a todo en ese primer y mágico pasado. No volveremos a ser esos niños y niñas, pero el bello legado de todo lo vivido pasa a enriquecer la adolescencia, esa edad que precisa descubrirlo todo y recibir, con urgencia, el recio espaldarazo de la vida, dejando tras de sí un tiempo de fiesta y transformación.

Prosigue la carrera de la vida pasando el testigo a la etapa de la juventud, en la que todo se quiere hermoso y fuerte en el devenir de las emociones, y vivimos algo parecido a una confusa rebelión de pájaros, intentando contar nuestra historia verdadera; la espléndida y mitológica juventud da al mundo el incomparable espectáculo de la edad primigenia del amor. Llega el tiempo de la madurez, del “ser o no ser”, del mundo emboscado en sus bosques, ocultando a veces los ríos musicales del alba, y el legado de lo vivido sigue señalando el camino para no perderse en la propia libertad individual. Y llega la vejez, como una dulce epidemia, recibiendo el testigo de todo el recorrido vital, encontrando en él un equilibrio de paz, recuerdos y valores, propiciando una vasta paternidad y maternidad errantes que velan por los sueños de quienes amamos, seres que llorarán porque nos hemos ido y sonreirán con nuestro legado de vida, siendo conscientes de que la parte más espiritual de nosotros pasará a formar parte de ellos, ayudándoles a repristinar los valores esenciales de una vida ética.

Cada etapa de nuestro paso por el mundo merece ser vivida con plenitud y poesía, apartándonos de los carteristas de la dignidad, con plena conciencia de nuestra fortuna, que nos hace millonarios en sensaciones invitándonos a practicar la gimnasia de la sensibilidad. Hay quienes envejecen cargados de experiencia y equilibrio emocional, y quienes lo hacen, desde un presente en sombra, mirándose el polvo del ocaso en sus zapatos. Es precisa una cierta elegancia para agradecer las dádivas de la vida y para seguir recorriendo, hasta el final, el cálido itinerario sentimental que nos hace solidarios y nos une a las personas, sin que nuestra meta sea tomar ventaja sobre los demás. Vivir el presente requiere un cierto grado de ingenuidad, al no saber qué nos depara el futuro.

En nuestro día a día, precisamos breves reflexiones para poder ver que, en este siglo inquieto y revisionista, en pleno proceso de oxidación, estamos dejando de interesarnos por los perdedores, en una sociedad en la que la palabra progresismo se repite, como un mantra sagrado, desde todas las atalayas del pensamiento actual, en el que los desfavorecidos por la fortuna tienen muy poca cabida. El sistema social en el que estamos inmersos, tan dado a la abolición de la sensibilidad, se estructura sobre las metas del triunfo y el consumismo, paradigmas en los que agoniza la felicidad y el candor de vivir con una mayor empatía hacia el prójimo. Se está poniendo freno a la clara necesidad de sentir la poesía de aquellas emociones, primigenias y eternas, propias de nuestra condición humana, que deben llevarnos a buscar y alcanzar el anhelado sueño de un mundo menos descarnado. Hemos desarrollado una filosofía que deja abandonado al individuo en la soledad existencial.

El ser humano, en su cansancio actual, en su decepción y su miedo, puede acabar contando todo a su perro o a la luna, como candidatos incontaminados en los que poder confiar. El miedo a la muerte nos ha hecho soportar desde niños, en nuestra incipiente humanidad, un terror errático y nocturno que, en la edad adulta, llevamos oculto en el pecho en comunión con el miedo total del universo. Una vasta ignorancia cósmica nos ha aferrado a las religiones, inmovilizando nuestros temores en el florido campo dorado de la esperanza, confiando en la prolongación de la vida más allá de la muerte.

Creyentes, agnósticos y ateos compartimos un omnímodo interés por el amor, como la gran religión del mundo que, mostrándonos nuestra desnudez ante la nada, nos arropa y nos da cuanto precisamos de la existencia. Cuando amamos cambiamos de casa el alma, y sabemos que esta sublime emoción es todo lo  que hay como respuesta al sentido de nuestro paso por el mundo; al propio sentido de la vida y de la muerte. Decía el gran argelino, Albert Camus, que “no ser amado es una simple desventura; la verdadera tragedia es no amar”. La vida es un sueño en el que el amor es el sueño por el que merece la pena nacer y morir.

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