¿Cómo se puede amar aquello que no ves, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente? ¿Cómo se puede amar por mandato? ¿Cómo?
Dice el Evangelio: «Maestro, ¿cuál es el MANDAMIENTO mayor de la Ley?».
Él le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» Mateo, 22: 36-40.
La verdad es que resulta complicado. De hecho, es más fácil obedecer unos preceptos dados por alguien que no conoces, que amar a quien los dio, con la intensidad y entrega que demanda el Evangelio.
Por otro lado, ¿puede mandar un padre a sus hijos que lo amen? ¿Se puede mandar amar? [“Traduttore, traditore”]. ¿No es acaso el amor el que manda sobre nuestros corazones? ¿Puede nacer el amor por mandato o por Ley? El amor auténtico es libre y surge donde quiere, cuando quiere, y como quiere, y los premios o castigos no pueden condicionarlo, porque de hacerlo, ese amor dejaría de ser puro al estar contaminado por el miedo o el interés.
La clave de este aparente galimatías está en la segunda parte del pasaje evangélico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Porque ese segundo deseo – o mandato, si usted lo prefiere -, nos dice Jesucristo que es equivalente, o semejante, al primero: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente».
O sea, conocer y amar a Dios, conociendo y amando a nuestro prójimo. El Reino de los Cielos está en vosotros; o entre vosotros.
Eso de amar al prójimo, sé que suena complicado y difícil, porque lo cierto es que algunos no lo ponen precisamente fácil, sin embargo, se puede conseguir con constancia y fe. Y llega un día en el que llegamos a amar a aquellos que nos rodean, amigos, enemigos, y neutros desconocidos.
Es una sensación extraña, en la que sentimos ternura, compasión, y amor, hacia aquellos que nos rodean; y si bien estas sensaciones no duran las 24 horas del día, ni tan siquiera todos los días (por lo menos en mi caso), lo bien cierto es que mientras duran, por poco que sea, es cuando podemos sentir el amor de Dios en lo más íntimo de nuestro ser, y en esos momentos es cuando comenzamos a amarlo y entregarnos a Él; con pureza; sin trueques ni reservas.
A partir de ese momento nuestro amor hacia el prójimo, o hacia nosotros mismos, podrá fluctuar y de hecho lo hará, pero el amor hacía Dios ya estará engarzado en nuestros corazones e irá creciendo en intensidad, hora a hora, día a día, año a año.
Así de simple; así de fácil.
Observamos aquellas personas desconocidas que vemos ensimismadas caminando por la calle. Pensamos con ternura en sus miedos, angustias, dolores, momentos felices, ilusiones y esperanzas. Imaginamos sus vidas, con cariño, y entonces comenzamos a sentir como nace en nuestro corazón la simiente del Amor Divino. Reguémosla diariamente con generosa filantropía y dejémosla crecer.
NOTA: Jesucristo no quiso dejar nada escrito, cuando podía haberlo hecho perfectamente. Sus palabras fueron transmitidas oralmente hasta que finalmente fueron escritas; pero tampoco tenemos los originales.
Al final, la hermosa sencillez de la Palabra de Jesús, acabó siendo lastrada, con el correr de los siglos, por toneladas de espesa doctrina teológica, nacida, más por justificar cargos, prebendas y oficios, que para clarificar un mensaje que por su maravillosa simplicidad, no precisaba de aditamentos que lo único que podían hacer era enredar y marear.
Personalmente jamás me he aferrado a la literalidad integrista de los textos, sino que he interpretado la letra, a la Luz del Espíritu de Dios que Jesucristo nos reveló: Un Dios, Padre Eterno de Amor y Misericordia. En esa clave y no en otra, hay que leer el artículo el presente escrito.
Tras escribir estas líneas me doy cuenta de cuán lejos estoy de ser un buen cristiano; pero la verdad es que tampoco me lo ponen fácil. En cualquier caso, sirva este escrito para dejar constancia de que lo intento.