El arte moderno, ¿es arte?. 12. Primitivismo y Fauvismo

Por José María Arévalo


( El beso, 1907-1908. Óleo de Gustav Klimt en la Österreichische Galerie Belvedere. 180×180) (*)

Hemos dedicado ya un artículo de esta serie, en la que comentamos el libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos” de Will Gompertz, director de Arte de la BBC, concretamente el tercero, a cómo se gestó “Las señoritas de Aviñón”, de Picasso en torno a las máscaras africanas que le descubrió Henri Matisse, adelantándo así, para tratar de este cuadro concreto, parte del capítulo 6 del libro, que se titula “Primitivismo (880-1930). Fauvismo 1905-1910. El Grito Primigenio” que ahora vamos a seguir, concluidos los dedicados a impresionismo y postimpresionismo. Se detiene Gompertz en la colaboración entre Henri Matisse y André Derain, y enlaza con Gustav Klimt y Maurice de Vlaminck para acabar con Henri Julien Félix Rousseau.

De Matisse vimos, en el Thyssen, en el verano de 2009, setenta y cuatro pinturas, esculturas y dibujos, procedentes de cincuenta museos y colecciones de todo el mundo, obras del periodo 1917-1941, el periodo de Matisse más despreciado por la crítica en su día, porque abandonó los radicalismos y se refugió en Niza para pintar temas intimistas. Lo comentamos en este blog el 19.07.09, “Matisse en el Thyssen”, en que nos fijábamos en su teoría del color, a la que también se refiere Gompertz. Veamos

Para Gompertz, el primitivismo recorre la historia del arte moderno como el Támesis recorre Londres. Bajo este término se engloban pinturas y esculturas modernas y occidentales, que han copiado, o se han apropiado, de artefactos, tallas e imágenes producidas por culturas indígenas antiguas. La noción sentimental e idealizada del noble salvaje se remonta a la Ilustración, surgida a finales del siglo XVII. En lo que respecta al arte moderno, sabemos que Gauguin fue de los primeros en adoptarla. Él fue quien abandonó la decadencia europea en 1891 para vivir entre los nativos de Tahití, declarando que allí se convertiría en un «salvaje» y haría arte inspirado en ese ámbito «primitivo» (y, de paso, difundiría las enfermedades venéreas).

“Era una mentalidad –continúa Gompertz- de «vuelta a los orígenes» que también dio forma al arte decorativo internacional de “fin-de-siècle”: el “Art Nouveau” en Francia, el “Jugendstil” en Alemania y la Secesión vienesa en Austria. Los artistas y artesanos que participaron de ellos produjeron obras sensuales y llenas de curvas, así como pinturas que rememoran la elegancia de la cerámica antigua y la sencillez de los motivos naturales.

Quizá Gustav Klimt (1862-1918) sea el artista mejor conocido de este movimiento, muy centrado en el estilo. Su cuadro El beso (1907-1908) es sin duda su obra más célebre. La enamorada pareja del cuadro podría haber sido pintada en el muro de una cueva, por la bidimensionalidad de la imagen y su aspecto intemporal. Un hombre de pie, con la cabeza apoyada sobre la mejilla de su amada, que está arrodillada y cuyos pies reposan en un prado cubierto de flores. Ambos están envueltos en el aura que emiten sus vestimentas, profusamente decoradas. Él lleva una túnica dorada decorada como un mosaico antiguo; ella está ataviada con un vestido también dorado adornado con símbolos geométricos que se asemejan a fósiles prehistóricos. El fondo de lo que parece ser un abrazo ritual es plano, de color de bronce y perfecto, como el mundo en el que habitan.

La obra de Klimt tiene el aire místico del primitivismo, pero resulta mucho más opulenta y refinada que las que producían los artistas modernos parisinos que se inspiraban asimismo en un pasado lejano. Pese a que compartían buena parte de los referentes antiguos, los artistas de París tenían sus propias influencias. Los franceses habían establecido sus colonias en el África occidental, lo que dio pie a una inundación de artefactos que llegaban a París de manos de los comerciantes franceses que viajaban a África. […] Los jóvenes artistas que vivían en el París de fin de siglo consideraban que esos tótems tallados en madera tenían una sencillez y una rotundidad que ellos no eran capaces de lograr, ya que sus impulsos primarios habían sido adiestrados por quienes los habían educado en materia artística. Adoptaron un punto de vista romántico: el «arte nativo» era producto de mentes que no habían sido corrompidas por el materialismo de la cultura occidental, que aún conservaban dentro al niño interior y que creaban obras inocentes y de una verdad profunda.

Se suele pensar que fue el artista Maurice de Vlaminck (18761958) el culpable de que la generación más joven se internara por este camino. Según Vlaminck, todo comenzó cuando vio tres máscaras africanas en un café de Argenteuil, un barrio de las afueras de París, en 1905. […] Se quedó impresionado por el poder expresivo de lo que consideraba «arte instintivo». Tras un buen rato de regateo, logró comprarle las máscaras al dueño del establecimiento. Las envolvió cuidadosamente y se las llevó a casa para enseñárselas a un par de amigos que, sabía, compartirían su entusiasmo.

Estaba en lo cierto. Henri Matisse y André Derain (1880-1954) quedaron impresionados. Los tres artistas compartían su admiración por la vívida paleta de Van Gogh y los gustos primitivistas de Gauguin. En ese momento, cuando se pusieron a estudiar las tallas africanas de Vlaminck, se dieron cuenta de que las máscaras poseían una libertad de la que carecía el arte occidental. Su educación en materia artística los llevaba a aspirar a un ideal de belleza idealizada, pero aquellos artefactos africanos no pretendían eso de ningún modo: lejos de ello, a menudo representaban malformaciones y su valor residía en su capacidad simbólica. ¿Qué pasaría si ellos hicieran lo mismo? ¿Qué pasaría si se liberaban de la representación naturalista y, en lugar de eso, pintaran cuadros que acentuaran las características internas de sus temas?.

En un breve espacio de tiempo, la conversación sobre las máscaras motivó a los tres artistas a imprimir a su pintura un nuevo rumbo que privilegiara el color y la expresión emocional sobre la representación fidedigna. Ese verano, Matisse y Derain, viejos amigos que habían estudiado juntos en París, dejaron atrás a Vlaminck, un tanto irritante, y se pusieron en camino hacia Collioure, en el sur de Francia, para pasar las vacaciones de verano. Descubrieron un sol tan brillante y unos colores tan vivos que su entusiasmo estuvo a punto de conducidos a una sobreproducción artística: realizaron cientos de cuadros, dibujos y esculturas. Sus cuadros eran emocionalmente desinhibidos y tremendamente coloristas, y transmitían de modo atronador el mensaje iridiscente de que el mundo era un lugar maravilloso. El “Barcas en el puerto de Collioure” (1905), de Derain, es un buen ejemplo de la clase de cuadros que pintaron estos dos artistas.

( Barcas en el puerto de Collioure. 1905. Óleo de André Derain en la Royal Academy of Arts, Londres. 38×46) (*)

Prescindió de los colores naturales, la perspectiva y el realismo, para captar lo que sintió que era la esencia del puerto. En lugar de una franja dorada de playa sembrada de barcas, Derain pinta la tierra con un rojo flamígero para dar cuenta del calor que abrasa la superficie. Acentúa la construcción rudimentaria de las barcas mediante toques de azul y naranja. No intenta reflejar con detalle las lejanas montañas, sino que simplemente las esboza con un par de toques de azul oscuro y un verde grisáceo que recuerda al impresionismo primero de Monet o al puntillismo de Seurat, pero con menos atención aún por el detalle: el mar de Derain parece un mosaico. El resultado es un cuadro muy evocador que no le muestra a uno Collioure, le deja sentido. El mensaje del artista es claro: en el puerto hace calor, es rústico, simple y pintoresco. Se servían del color como un poeta se sirve de las palabras: para revelar la esencia del tema.

( Restaurante de la Machine en Bougival. Hacia 1905. Óleo de Maurice de Vlaminck en el Musée d’Orsay. 60 x 81,5) (*)

Cuando Matisse y Derain regresaron a París, enseñaron a Vlaminck lo que habían estado haciendo. Derain estaba nervioso e inseguro por cómo reaccionaría el temperamental Vlaminck, ya que había sido testigo de las turbias repercusiones del carácter embravecido de su amigo en la época en que habían servido armas juntos. Vlaminck echó una rápida mirada a la producción de ambos artistas durante sus vacaciones.y se fue directo a su estudio, cogió su caballete, un lienzo y unas pinturas y se fue,.a la calle. Al poco tiempo pintó “El Restaurant de la Machine en Bougival” (ca. 1905). El paisaje muestra el elegante pueblo del oeste de París en una tarde sofocante. La calle está vacía, seguramente porque los vecinos están en sus casas, protegiendo sus ojos de la cegadora luz exterior. Eso es lo que sucedería si estuvieran viendo su pueblo del mismo modo que Vlaminck. Ha subido la intensidad del color hasta el máximo, convirtiendo un entorno tranquilo en una alucinación. En la mirada de este artista, las calles de Bougival estaban realmente pavimentadas con oro: con pintura dorada. Mientras, el agradable verde del pueblo se ha convertido en un deslumbrante damero de naranjas, amarillos y azules. La corteza del árbol no es marrón o gris, tal y como cabría esperar, sino un caleidoscopio de rojo brillante, azul marino y verde lima. Las casas que se levantan sobre el camino dorado que pinta Vlaminck son formas simplificadas: sus tejados están construidos mediante sencillos toques de azul turquesa y sus fachadas con manchas blancas y rosas. El efecto general es como una descarga eléctrica para el ojo. Vlaminck usa la pintura sin mezclar, directamente del tubo, para generar una imagen de un cromatismo extremo que exprese sus sensaciones extremas. Dijo una vez que durante ese periodo su obra «le había llevado a transponer todo lo que veía a una orquestación de color puro […] Traducía todo lo que veía, instintivamente, sin método, sin representar la verdad, no tanto de una manera artística, sino humana. Exprimí tubos enteros de azul marino y bermellón». Es cierto. “El Restaurant de la Machine en Bougival” es un cuadro sobre la vida real, pero no tal como nosotros la conocemos.

Hacia el otoño, los tres artistas pensaron que ya habían producido un número de obras de colorido electrizante suficiente para presentarse al Salón de Otoño de 1905. Este era un Salón nuevo que había surgido en 1903, en oposición al Salón de la Academia, que cada año se quedaba más rezagado, a fin de dotar a los artistas de vanguardia de un lugar alternativo en el que exhibir su obra. Algunos de los miembros del comité vieron esas muestras de psicodelia y desaconsejaron que se mostraran al público. Matisse, que tenía cierta influencia sobre el comité, insistió en que no solo iban a participar en la exposición, sino que serían expuestas en la misma sala, para que el visitante pudiera sacar provecho del impacto de conjunto de su radiante paleta.

La reacción ante sus esfuerzos no fue la esperada. Hubo quien quedó boquiabierto por esa exuberante saturación de color, pero no fue el caso de la mayoría. El influyente crítico Louis Vauxcelles, hombre de gustos conservadores, dijo con desdén que esas obras habían sido realizadas por les fauves ( «las fieras salvajes» ). Era un nuevo comentario condenatorio por parte de un crítico que suministraría el nombre y el ímpetu a un nuevo movimiento artístico moderno.

Derain, Matisse y Vlaminck no habían iniciado un movimiento, y carecían de manifiesto o de agenda política. Su intención era simple y llanamente explorar el terreno expresivo que Van Gogh y Gauguin habían dejado sin explorar e intentar verter en este la misma vena atávica que consideraban evidente en los artefactos africanos de Vlaminck, si bien hay que decir en defensa de Vauxcelles que sus experimentos les habían llevado a una paleta que, para un crítico de 1905, podía parecer fuera de control e indómita. Sus ojos no estaban acostumbrados a ver combinaciones de color conscientemente elegidas para desentonar, a fin de producir un arte que fuera tan intransigente e impresionante como los artefactos tribal es que parecían apoderarse cada vez más de los estudios de los artistas. Para un mundo que aún tenía que ajustar cuentas con el impresionismo y el posimpresionismo, el intenso color de los fauves podría resultar vulgar y chabacano. Sin embargo, en Matisse precisamente, no hay nada vulgar ni chabacano.

(“Mujer con sombrero”. 1905. Óleo de Matisse, en el Museo de Arte Moderno de San Francisco. 80,6 x 59,7) (*)

Era un hombre serio, sobriamente vestido y padre de tres hijos, que se comportaba como el abogado que había sido antes. La única cosa «salvaje» que había hecho había sido ir en contra de los deseos de su padre y abandonar las leyes por el arte. En todo lo demás, era un hombre tan recto como una pista de aterrizaje. Decía que su ambición era hacer arte que «fuera como un buen sillón, que da descanso a la fatiga física». Ese no es precisamente el modo en que se sintieron los visitantes del Salón de Otoño de 1905, y fue precisamente una de las obras que causó mayor revuelo. “Mujer con sombrero” (1905), de Matisse, es un retrato de medio cuerpo de su esposa, Amélie, vestida de domingo y mirando por encima de su hombro. Sabemos que los impresionistas y los posimpresionistas aspiraban a pintar cuadros no académicos que evocaran un estado de ánimo, pero incluso ellos habrían pensado que Matisse se había pasado de la raya en su retrato. Ahora bien, Matisse no se pasó de la raya, pues en realidad no dibujó ninguna. Mujer con sombrero lleva el espíritu de inconformismo que había por todas partes a cotas más elevadas. Tiene una gama de colores tan suelta que parece un garabato sobre una paleta de pintor muy usada, lo que, dado que el pintor estaba retratando a su esposa, lindaba con el escándalo. Había empezado de una manera bastante convencional, pintando a su mujer vestida con un traje elegante, típico de los distinguidos miembros de la burguesía francesa. Su estilosa mano enguantada sujeta un abanico, mientras que su hermoso pelo color caoba se encuentra oculto por un sombrero muy elegante. Hasta ahí, bien. Madame Matisse tendría que haber estado encantada, pero lo que vio al final del proceso no le gustó mucho. Su marido había reducido su cara a una especie de dibujo de máscara africana, y le había dado color con unas pinceladas esbozadas amarillas y verdes. Su sombrero parecía el intento de un niño pequeño de pintar un bodegón de frutas tropicales, mientras que su cuidado cabello se había convertido en un par de toques de naranja, al igual que sus cejas y labios. Con respecto al vestido, en fin, Matisse prescindió de él y, en su lugar, ella lleva algo parecido a una selección de prendas de un mercadillo de segunda mano: una mezcla de colores broncos aplicados de modo espontáneo y nada naturalista. El fondo no existe y lo que hay consiste en cuatro o cinco áreas de color pintadas de un modo muy libre. Teniendo en cuenta todo esto, para un crítico no iniciado podría parecer que la obra había sido ejecutada en media hora por un decorador de clase baja más acostumbrado a probar pintura en una pared y no por un artista reverenciado en la cima de su carrera.

Tiene colorido. Pues sí. ¿Es fidedigna? No, ni por asomo. ¿Cuándo ha sido la última vez que has visto a alguien con una nariz verde? ¿Que si resultó bochornoso para Madame Matisse? Mucho. Si Matisse hubiera pintado un paisaje de esa manera, habría causado revuelo, pero retratar así a una mujer era un ultraje. Para añadir más leña al fuego, cuando le preguntaron a Matisse qué llevaba puesto su mujer, se dice que contestó: «Iba de negro, por supuesto». La pintura resulta más esbozada apenas que cualquiera de las obras impresionistas, tiene un color más brillante que cualquier Van Gogh y resulta más llamativa que un Gauguin de su época más efervescente. De hecho, se acerca más a Cézanne: el modo en que Matisse ha estructurado la imagen, bloque de color tras bloque de color, hace pensar que está siguiendo el consejo de Cézanne de pintar lo que realmente se ve y no lo que a uno le han enseñado a ver. Su color vivaz y su expresión plástica revelan la pasión que Matisse sentía por su esposa.

Después de varios días de vacilación, Mujer con sombrero fue comprado por un norteamericano exiliado llamado Leo Stein. […] Leo era crítico de arte y coleccionista y Gertrude, una escritora y una intelectual con carisma. Juntos atesoraban una colección increíble de arte moderno y poseían una influyente red de contactos. Su contribución a la historia del arte moderno es muy importante. No solo fueron figuras de referencia entre la “intelligentsia” de la ciudad, sino que actuaron como agitadores artísticos en su círculo. Los espoleaban y los animaban con sus palabras y comprando sus obras, incluso cuando no estaban muy convencidos de la valía de estas. Eso es lo que sucedió con la Mujer con sombrero de Matisse, cuadro que Leo Stein describía corno «la mancha de pintura más fea que he visto en mi vida».

( La alegría de vivir.1905-1906. Óleo de Henri Matisse sobre lienzo en la Barnes Foundation, Philadelphia. 176 x 240) (*)

Poco después volvió a apoyar el nuevo giro que dio Matisse, a quien al año siguiente le compró otra obra controvertida titulada “La alegría de vivir” (1905-1906). La compra demuestra la confianza que tenía Stein en sus amigos artistas y en su criterio. Además, es un ejemplo de cómo un mecenas astuto puede desempeñar un papel decisivo a la hora de ayudar a un artista a consagrarse, como le sucedió a Leonardo da Vinci en el siglo xv y a Damien Hirst en los últimos tiempos. Afortunadamente para los Stein, tenían un apartamento bastante grande, con espacio suficiente para dar rienda suelta a su pasión. “La alegría de vivir” es un cuadro de gran formato: mide aproximadamente 2,40 por 1,80 metros y hubo que meterlo ahí a presión junto al resto de cuadros de Cézanne, Renoir, Henri de Toulouse-Lautrec, así como “Mujer con sombrero” de Matisse.

“La alegría de vivir” representa la quintaesencia del fauvismo. El punto de partida de Matisse es una escena pastoral: un género bastante clásico dentro de la paisajística tradicional. El cuadro es una celebración de las delicias del hedonismo: amoríos, música, baile, sol, flores y relax: todo ello en una playa dorada salpicada de árboles verdes y naranjas. Hay zonas de sombra sobre una hierba entre púrpura y azul sobre la que los amantes se besan y abrazan. El mar calmo en lontananza, con el mismo color extravagante que tiene la hierba, funciona como una línea horizontal que divide la tierra dorada y un cielo extrañamente rosáceo.

Los estudios preparatorios a este cuadro se realizaron en Colliome, durante su estancia junto a André Derain, pero los referentes a los que alude van mucho más lejos. Se remontan, nada más y nada menos que al siglo XVI, a un grabado de Agostino Carracci (1557-1602), llamado Reciproco Amore, en el que aparece una escena muy semejante. En los dos cuadros se ve a un grupo de danzantes alegres, con una pareja recostada en primer plano. En ambas obras aparecen dos amantes sentados en la sombra en la parte derecha y las dos están enmarcadas por ramas de árboles que ayudan a focalizar la vista en el centro del cuadro que se abre a la luz. Ah, y en ninguno de los dos cuadros nadie lleva ni pizca de ropa encima: la semejanza es considerable. Excepto por el hecho de que la versión de Matisse muestra los colores de un caramelo con figuras apenas delineadas y retozonas. Es una obra muy personal que muestra la llegada de Matisse a su madurez, no solo como gran colorista, sino como un dibujante magistral. La desenvoltura y la elegancia de las líneas son un regalo para la vista. Su habilidad para hacer que cualquier marca sencilla en el lienzo establezca una conexión inmediata y profunda con el espectador eleva a Matisse de la categoría de gran pintor a la de artista genial. El efecto de equilibrio que consigue con el contraste de sombras o la coherencia de la composición solo han sido igualados por unos pocos artistas de la historia de la pintura”.

En este punto se traslada Gompertz a la casa de los Stein que frecuentaban Picasso y Matisse, y nos cuenta cómo se gestó “Las señoritas de Aviñón”, de Picasso, en torno a las máscaras africanas que le descubrió Henri Matisse en aquella visita. Y pasa a tratar después de Henri Rousseau en relación con el homenaje que le dio Picasso, medio en broma, en su estudio. Aunque Gompertz no hace de él una valoración propia, a Henri Rousseau se le reconoce un estilo naíf original y muy intuitivo que le otorga un lugar destacado en la pintura francesa de finales del XIX y principios del XX, junto a sus coetáneos impresionistas, fauvistas y cubistas.

“Mientras disfrutaba de la hospitalidad y del mecenazgo de los Stein, Picasso se lo pasaba bastante bien en su estudio de Montmartre. Era un espacio sencillo, dentro de una nave que albergaba otros estudios de artistas y que era conocida como “Le Bateau Lavoir” -el barco lavandería-, una referencia a la construcción del edificio que parecía un barco de madera con velas. Allí celebraba fiestas con sus amigos y cenas para apoyar y promover la carrera de otros artistas amigos. Una vez dio un banquete en homenaje a uno que le era particularmente querido… […]”

Henri Rousseau era un hombre sencillo, sin apenas educación, que desprendía un aire de inocente ingenuidad. La gente de Montmartre le había dado el sobrenombre de «el Aduanero», debido a su empleo como recaudador en una oficina de aduanas. Como sucede con la mayoría de los apodos, este tenía un tono cariñoso pero burlón. La idea de que Rousseau pudiera ser un artista era simplemente ridícula. No había estudiado, no tenía contactos y había comenzado a pintar los domingos por la tarde como pasatiempo. […] El recientemente inaugurado Salón de los Independientes era una exposición sin jurado en la que todo el mundo era bienvenido a mostrar su trabajo. En 1886, Rousseau se animó a presentar su obra. Por entonces tenía más de cuarenta años y, optimista, esperaba iniciar una carrera como artista de verdad.

( Tarde de Carnaval`. 1886. Óleo de Henri Julien Félix Rousseau) (*)

La cosa no salió bien. Rousseau fue el hazmerreír de la exposición. Los críticos y los visitantes se burlaron de su obra, horrorizados de que alguien tan inepto pudiera considerar que su trabajo era digno de ser mostrado en público. Su cuadro “Tarde de carnaval” (1886) fue objeto de un ataque atroz. El tema no era lo peor: una pareja vestida con disfraces de carnaval camina a través de un campo arado en una noche ventosa. Ilumina la escena una luna que cuelga en el cielo sobre un bosque de árboles deshojados. El modo en que Rousseau había pintado el cuadro era inaceptable para un público educado en el modo académico, que aún no había digerido del todo las nuevas ideas introducidas por los impresionistas y no podía transigir con el deplorable amateurismo de los esfuerzos del Aduanero. Ese público se fijó en cómo los pies de la joven pareja avanzaban varios centímetros por encima del suelo, en que Rousseau era incapaz de generar una sensación de perspectiva mínimamente creíble y en que la composición del conjunto, resultaba absolutamente plana y torpe. Fue la primera vez que alguien dijo: «Mi hijo de cinco años pinta mucho mejor»

Sin embargo, la falta de destreza técnica de Rousseau se convirtió en su mayor virtud estilística: un cruce entre las ilustraciones que se ven en los libros para niños y la claridad bidimensional de xilografías japonesas. Era una combinación extraordinariamente poderosa, que daba a sus pinturas vigor y originalidad. Una figura de la talla del gran pintor impresionista Camille Pissarro alabó “Tarde de carnaval” por su «precisión en los valores pictóricos y riqueza de tonos».

La candidez de Rousseau tenía la ventaja de hacerle menos susceptible a las críticas. Creía que estaba en busca de algo desde el momento en que había empezado su tardía carrera y nada podía persuadirle de lo contrario, de modo que hizo lo mismo que hacen los arquitectos cuando se enfrentan a un obstáculo desagradable, pero insoslayable: convirtió el problema, su ingenuidad en la principal característica de su obra.

( León hambriento atacando a un antílope Óleo de Henri Rousseau, 1905 Fundación Beyeler, Riehen, cerca de Basilea, Suiza. 201× 300 ) (*)

En 1905 había abandonado su trabajo de inspector de aduanas para dedicarse en cuerpo y alma a su carrera artística. Presentó su obra “León hambriento atacando a un antílope” (1905) en el prestigioso Salón de Otoño. Técnicamente seguía siendo, inepto. El antílope del título parece más un mono; el león, supuestamente fiero, tiene aspecto de marioneta y el resto de las criaturas que aparecen en la escena, entremezcladas en la jungla mientras observan la acción inofensiva, parecen salidas de un libro de Ve Veo. Es una de las varias obras que tienen la selva como tema: en el centro aparece un depredador que lucha con su desdichada víctima en una jungla exuberante de hojas exóticas, hierba y flores. El cielo siempre es azul y el sol está o bien en ascenso, o en su ocaso, ni proyecta luz ni hay sombras. Por razones obvias, ninguna de las obras de esta serie es realista ni convincente. .

La probabilidad de que Rousseau hubiera visitado algo más exótico que el zoo de París es tan remota como los lugares en los que decía que había estado. Al Aduanero le encantaban las fantasías: era un soñador, un ser imaginativo al que le hacía feliz seguir perpetuando la idea de que estos cuadros habían sido inspirados durante la época en la que había estado en México luchando con hombres de Napoleón III contra el emperador Maximiliano. No hay evidencia alguna que indique que estuviera allí, ni siquiera que saliera jamás de Francia. Ello le convertía en el hazmerreír de muchos, pero para otros, entre los que estaba Picasso, era algo así corno un héroe. No por su habilidad plástica: todo el mundo sabe que no se le puede comparar con Leonardo, Velázquez o Rembrandt. No obstante, sus figuras estilizadas tenían algo que atraía al español y a su círculo de amigos.

Se trataba de la inocencia inmadura de los cuadros de Rousseau. Picasso, al que fascinaban lo antiguo y lo oculto, sintió que el Aduanero iba más allá de la representación naturalista del mundo y entraba en la esfera de lo sobrenatural. El joven artista sospechaba que Rousseau tenía una línea directa que le conectaba con un mundo oculto, que su ingenuidad le permitía acceder a la esencia de lo que los humanos tenemos en lo más hondo de nuestro interior: un lugar de revelación que la educación extirpaba y convertía en inaccesible para la mayoría de los artistas. Las intuiciones de Picasso se habían visto acrecentadas después de cruzarse con el “Retrato de una mujer” (1895), la obra de Rousseau se había convertido en la razón de ser del banquete.

( Retrato de una mujer. 1895. Henri Julien Félix Rousseau en el Musee Picasso, Paris) (*)

No la encontró en una galería de arte, ni en un Salón, sino que se dió de bruces con ella en una almoneda de la Rue des Martyrs, Montmartre. La vendía el dueño de la tienda, un marchante de arte de poca monta, por la mísera suma de cinco francos, precio impropio de una obra de arte; ahora bien, cualquier artista con poco dinero podía pagarlo para aprovechar la tela y pintar una obra suya encima. Picasso compró entonces el cuadro y lo guardó durante el resto de su vida, recordando años después cómo «me dominó con la fuerza de una obsesión […] Es uno de los retratos con mayor veracidad psicológica que se haya pintado jamás en Francia».

Si Rousseau hubiera pintado su “Retrato de una mujer” en 1925 en lugar de en 1895, la obra habría sido adscrita al surrealismo: tal es su atmósfera de ensueño en la que lo normal cobra una apariencia extraordinaria. El cuadro representa un retrato de cuerpo entero de una mujer de mediana edad que mira fríamente a la derecha del espectador. Lleva un vestido largo negro con un cuello de encaje azul claro y un cinturón. Rousseau la emplaza en lo que parece ser una vivienda burguesa parisina, con una cortina ricamente coloreada, apartada para revelar las numerosas plantas que hay en el poyete del balcón. Detrás de ella, en la distancia, se ven las fortificaciones de París, seguramente una cita al fondo de la “Mona Lisa” de Leonardo (Rousseau tenía acceso al Louvre, donde se conserva la “Mona Lisa”, en calidad de copista). La mujer de Rousseau lleva una ramita con un pensamiento en la mano derecha, mientras que la izquierda descansa sobre una rama cortada en la que se apoya como si fuera un bastón. Al fondo, un pájaro vuela sobre su cabeza: realmente parece como si fuera a posarse en sus sienes, pero es efecto de la ausencia de perspectiva.

Picasso puso el cuadro en un lugar preferente en su estudio para el banquete en honor de Rousseau, quitando su colección de objetos africanos. […] El evento lo tenía todo para convertirse en un fracaso, pero como solía sucederle a Picasso, se convirtió en una noche mítica. Cuando Apollinaire llegó en un taxi con un Rousseau tan halagado como perplejo, la treintena restante de invitados ya estaba sentada y a la espera de recibir al huésped de honor. Apollinaire llamó a la puerta del estudio con su habitual teatralidad, luego la abrió con lentitud y, cortésmente, hizo pasar al atónito Rousseau. El pintor, de pequeña estatura y pelo cano, se detuvo impaciente, mientras el grupo más de moda de todo París lo aclamaba y aplausos llegaban hasta las podridas vigas del techo del estudio. Con una mezcla de orgullo y embarazo, el pintor de escenas de selva y de paisajes de los extrarradios caminó hasta el trono que Picasso le había preparado y se sentó. Se quitó luego la boina de la cabeza, dejó en el suelo el violín que había traído y esbozó la sonrisa más feliz de su vida.

El hecho de que, hasta cierto punto, todo el evento era una broma afable a su costa le pasó completamente desapercibido. Mediada la velada, con su clásica falta de conciencia disminuida aún más por el alcohol, el Aduanero, según se cuenta, se acercó a Picasso y le dijo que ellos dos eran los dos pintores más importantes de su tiempo: «Tú en el estilo egipcio y yo, en el moderno».

Que Picasso apreciara o no ese comentario no le hizo dejar de comprar más cuadros de Rousseau para su colección, ya que los encontraba inspiradores y muy apacibles. Se dice que una vez pensó en voz alta que le había llevado cuatro años pintar como Rafael, pero que pintar como un niño le había costado la vida entera. En ese aspecto, Rousseau era su maestro”.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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